“Los yugoslavos”, la emoción suspendida entre lo real y lo imaginado

Con «Los yugoslavos«, Juan Mayorga firma una obra que roza la filosofía escénica, sin perder el pulso emocional de lo íntimo. La pieza, escrita en 2010 y ahora dirigida por el propio autor en la Sala Juan de la Cruz del Teatro de La Abadía, propone un teatro que piensa, que interpela y que hurga en el desasosiego de lo que fue y ya no puede nombrarse.

La trama parte de un gesto mínimo pero profundamente cargado de simbolismo: una mujer ha dejado de hablar. Su esposo, camarero de un bar cualquiera, pide a un cliente que la escuche. A partir de ese triángulo cotidiano, emerge una meditación sobre el lenguaje, la pérdida, el tiempo y los lugares que habitamos —o que imaginamos haber habitado— como anclajes de nuestra identidad. Una joven cartógrafa, que traza mapas de lo inexistente, completa el conjunto, buscando también ese lugar mítico: “el de los yugoslavos”, que podría no haber existido jamás, salvo en la memoria.

Asumir la puesta en escena de un texto de esta envergadura —conceptual y poético— es una decisión valiente y arriesgada. Mayorga lo afronta con una dirección medida, que sabe contener sin frenar. Y si hay algo que sorprende, es precisamente lo visual: una escenografía poderosa, plástica, que rehúye la economía de medios para construir un espacio donde los personajes se desplazan como en un sueño lúcido.

El elenco, por su parte, lo borda. Luis Bermejo ofrece una interpretación sobria que logra transmitir inquietud sin una palabra de más. Javier Gutiérrez imprime al camarero una ternura agotada, como de quien ha dejado de esperar. Natalia Hernández, encarna el silencio con una densidad casi física, haciendo del mutismo un acto de resistencia. Y Alba Planas aporta la dosis justa de fragilidad y precisión a un personaje que busca sentido entre líneas discontinuas.

«Los yugoslavos« es teatro en estado de reflexión: un ejercicio ambicioso, incluso pretencioso —el de quien se atreve a pensar en escena temas inasibles—, pero resuelto con tacto, sin gravedad impostada. La obra exige del espectador entrega y sensibilidad, pero recompensa con reflexiones que se graban en la memoria como trazos de un mapa perdido.

Aquí, como en la mejor tradición de Mayorga, no se trata de entender, sino de dejarse afectar. De escuchar lo que no se dice. De habitar, aunque sea por un rato, un país que ya no está, pero que seguimos buscando en nosotros mismos.

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Periodista, DJ becaria y aprendiz de muchas cosas. Crea Red Carpet en 2011 con el fin de difundir la cultura de Madrid y rodearse de amigos y compañeros para divertirse desarrollando y aprendiendo juntos con este proyecto en común.